Dirigir los pasos a la consulta de un analista inaugura la posibilidad de un circuito nuevo hacia donde desplazar y alojar el cuerpo. Sin duda, será un acontecimiento memorable en la vida de alguien si el encuentro demuestra ser, aprés-coup, el momento de incorporación al discurso analítico a través del “misterio doloroso para sí mismo”[1], su síntoma, el auténtico impulso para formular una demanda.

Su acogida por parte de quien encarna la función simbólica inaugurada por Freud, deberá mostrarse respetuosa del único y fundamental precepto que debe orientar sus respuestas, el principio de abstinencia. Así, conseguirá poner en suspenso todo aquello que pudiera comprometer la salvaguarda del lugar vacío en donde alguien puede hacer oír su voz sin ser comparado.

El psicoanálisis promueve el derecho de uno solo, afirma Miller, es el derecho a una desviación experimentada como tal, que no se mide con ninguna norma.

Se establece entonces una línea divisoria entre psicoanálisis falso o verdadero, resultante de tomar o no en consideración las normas, cualquiera sea la razón que se invoque para justificarlas: la experiencia, la ortodoxia, la psicopatología, cualquier norma desemboca en psicoterapia.

La formación requerida para brindar ese hueco singular a la palabra del sufriente la ha obtenido el analista de una “severa ascesis” hasta descifrar su propio misterio, el misterio del cuerpo hablante. Pero hablar de misterio podría inducir la idea de que está oculto en algún lado y habría que revelarlo. De ahí la insistencia de Lacan: No hay iniciación! entendida ésta como ciencia del goce. Más aún, el análisis, afirma, es una anti-iniciación.

 

Vilma Coccoz


[1] Jacques-Alain Miller, Un comienzo en la vida. Síntesis. Madrid.2003. p. 13