1) El marco simbólico de la cuestión.

Primera pregunta: ¿Cómo se reconoce a un hombre? ¿por su cuerpo, por sus actos, por su discurso, o por su porte?

Segunda pregunta: ¿Cómo accede un hombre a un juicio íntimo acerca de su virilidad? ¿y cómo reconoce que otros lo son?

Estas preguntas conciernen al estado de los semblantes sexuales, el cual depende del estado de los discursos. Si en el momento actual estas preguntas se han vuelto más acuciantes, no podemos desconocer la influencia que pudo haber tenido, en la génesis de tal “inquietud ontológica”, el discurso analítico. En el curso de los tiempos se han producido variaciones sustanciales en las representaciones o ficciones de los papeles sexuales que han conseguido modificar las “profundidades del gusto”. En su fabuloso texto Kant con Sade, Lacan afirma que el tocador sadiano inició una gran transformación en el goce –en el gusto- de tal manera que se volvió “transitable la vía de Freud”. La literatura libertina vio la luz en el mismo momento en que se promulgaban los Derechos del Hombre. Si el derecho al goce no podía entrar en la formulación de tales Derechos revolucionarios, se debe, explica Lacan, a razones de estructura: y es que, en lo relativo al goce, “lo permitido se convierte en obligatorio.” De manera genial Lacan planteó en la confluencia lógica del filósofo de la razón (Kant), con el escriba de las perversiones (Sade) que el reverso del derecho al goce es el superyo.
Como lo ha demostrado Serge Cottet, esta máxima lacaniana explica parte del malestar de los desorientados de hoy, víctimas del desvarío del goce en la sociedad del hipersexo.

2) Los términos freudianos de la sexualidad.

Gracias al cambio en las profundidades del gusto, la vía de Freud se volvió transitable: el psicoanálisis puso patas arriba la seguridad de los roles sexuales desde que Freud tomara buena nota de la experiencia subjetiva de las neurosis y las psicosis: la dualidad hombre/mujer no tiene representación en el inconsciente. Y este hecho incontestable constituye el verdadero enigma de la sexualidad: El inconsciente sólo conoce la polaridad actividad/pasividad o la diferencia castrado/no castrado. Con esta “roca viva” tropezamos todos, por supuesto, también los psicoanalistas cuando intentamos extraer sus consecuencias. Los post-freudianos se dieron de bruces y desembocaron en una desviación notable, esto es, la promoción de la genitalidad como ideal resolutivo de la experiencia analítica. Con la enseñanza de Lacan se dio un paso de gigante que nos ha pertrechado de advertencias y de recursos para no errar demasiado. La lógica de la sexuación fálica y de la carencia de inscripción de la relación sexual nos permiten ordenar posiciones: posición femenina, posición masculina. Es cierto, como también lo es que ello exige de nosotros un ejercicio cotidiano para mantenernos firmes en la lógica del discurso analítico. Por eso los ejes temáticos elaborados para las jornadas de la ELP reflejan que la cuestión no está zanjada, que ser lacanianos no nos exime de revisarla cada vez, es decir, que ser lacanianos no significa disponer de la última palabra respecto a la sexualidad sino aceptar el rigor de que tal palabra no existe (A tachado).

3) El tropiezo de los Men’s studies

La afirmación anterior parecería concordar con los estudios sobre las identidades sexuales que han proliferado a partir de los años 70, nutriéndose, en gran medida, en el saber analítico.
Mis amigos Martín y Alicia, de la Librería Eléctrico Ardor, me descubrieron un libro muy interesante cuando les comenté el tema de las próximas jornadas. Se llama, Entre hombres. Masculinidades del siglo XIX en América Latina.

En la Introducción encontramos la justificación del uso del plural del adjetivo sustantivado del título, cuyo fin sería demostrar la ausencia de un concepto formativo de “la identidad masculina como el espacio de la autoridad simbólica en la cultura occidental.”

A partir de tal premisa, los autores pretenden “historizar la construcción de las masculinidades del siglo XIX para demostrar que las identidades sexogenéricas son artefactos culturales que actúan como respuestas a condicionantes sociales muy precisos.”

¿Cómo conciben estos autores el género?: “…como un proceso de negociación constante con los discursos dominantes: un incesante devenir más que un inmanente ser, a través de los cuales los sujetos se posicionan y son posicionados dentro de los proyectos de emancipación, consolidación y modernización de las naciones.”

Este libro se inscribe en la filiación del marco conceptual que ha sido elaborado en EEUU y cuyo fruto son los llamados men’s studies, En ellos se reconoce la existencia de una “pluralidad de masculinidades dentro de la que se diferencia entre identidades dominantes o hegemónicas, alternativas o subalternas”, lo cual supone que, en un momento dado, se exalta un tipo en detrimento de otra. Citan a Kimmel para quien “la masculinidad dominante es un tipo de identidad que se fabrica relacionalmente y que busca la aprobación homosocial de los otros hombres: cuando un sujeto masculino pone en escena su hombría, lo hace para impresionar a los pares y para distanciarse de los grupos que carecen de ella (las mujeres, los homosexuales, los niños).”

Según este autor, la masculinidad hegemónica es poder y lo que define la masculinidad viril es la ausencia de una serie de cualidades “femeninas”, una forma de oposición, en cierto modo, defensiva.

También se invoca en la justificación de estos estudios la autoridad de Judith Buttler, teórica de las identidades queer. Según esta autora, si explorando el desarrollo de la identidad masculina se realizara un corte sincrónico, se comprobaría una circulación de discursos yuxtapuestos que no responden a una linealidad cronológica. Por el contrario, se verificaría la acción de un caos de modelos disponibles en la esfera cultural en la cual algunas “poses” disputarían su predominancia: el neoclásico de la masculinidad heroica, el sentimentalismo romántico, el estoicismo del dandi o la hiper-virilidad del hombre primitivo. El sujeto, por su parte, podría apelar a este “vasto archivo de poses” a través de complejos procesos de citacionalidad. El “acto performativo” de la masculinidad se distingue según los espacios: el trabajo, los centros homosociales -clubes, cafés, cenáculos letrados-, la calle y el hogar. Entre los espacios diferenciados los valores pueden establecer una relación conflictiva: por ejemplo, funcionar en el trabajo con una ética competitiva e individualista y en el hogar, en tanto pater familias, debía actuar con ternura y benevolencia.
Y es que, según los gender studies, el género “es una construcción histórica subjetiva, cuyos límites se van definiendo y reacomodando de acuerdo a una dinámica recíproca de las representaciones de roles asignados a lo “femenino” y “masculino”.(…) No son universales fijos sino “campos de fuerzas sociales que van estableciendo relaciones significativas de poder.”

El problema con el que tropiezan los estudios de género es el desconocimiento de lo que Freud llamó “roca viva” y Lacan, por su parte, “lo real de la sexualidad” a falta de lo cual la cosa se dirime entre: por un lado, la impronta de los discursos y, por otro, una subjetividad que opta, en un acto performativo, por una enunciación, una “cita”, que le define como hombre. Resulta de ello una identificación a un rol -por reconocimiento de pares- y de oposición a otros que niegan los valores admitidos como viriles en tal o tal modelo. La clave de la reconstrucción del abanico de “poses masculinas” radica en las “relaciones significativas de poder” que inducen una lógica binaria, el atolladero sin salida de las significaciones de dominio y servidumbre.

Cuando Freud declara que “la libido es masculina” no interpreta la masculinidad en términos de poder sino que la traduce como actividad: La pulsión es un “trozo de actividad”, una “moción libidinal” que no determina esencias: la diferencia adviene en el fin de la pulsión, en su objetivo, en la modalidad de satisfacción que se alcanza, no en la significación, en el puro semblante.

El atolladero de los gender studies proviene de un déficit conceptual: a falta de la consideración de la lógica de los tres registros, sus interesantes contribuciones corren el riesgo de la esterilidad, permaneciendo como estudios, esto es, como descripciones universitarias, sin ninguna incidencia práctica o, aún peor, orientando políticas de género equivocadas.

4) El encuentro entre Napoleón y Goethe.

Una línea interesante del citado libro es la que sitúa el diseño de construcción política de naciones nuevas en la tensión entre, por un lado, los ideales de virilidad, vinculados a valores belicistas de valentía y heroicidad y, por otro, los no menos viriles pero pacíficos, suministrados por los letrados e intelectuales. Pero la descripción de estas masculinidades peca siempre de una confrontación con su negativo, como si su afirmación se asentara sólo en la formación reactiva, como si la masculinidad fuera mera sobrecompensación defensiva construida a partir de una ideología de dominio.

No se discute que los fenómenos existan o hayan existido, lo que se echa en falta es una deducción convincente de la estructura, a falta del concepto de goce (o de gusto) todo queda en manos de oscuras influencias sociales que empujan en una u otra dirección y de no menos oscuras razones subjetivas que se manifiestan en el acto preformativo.

La falta de consistencia de los retratos pergeñados hace suponer que estos semblantes sufrieron un desgaste con el correr de los años o que las contradicciones intrínsecas se hicieron más patentes al insertarse en un ámbito nuevo. En la génesis de estos semblantes que se formaron en la Vieja Europa el encuentro entre Napoleón, “genio de la guerra”, y Goethe, “genio de la paz”, ocurrido el 29 de septiembre de 1808, en Erfurt, marcó un hito fundamental.

A estas alturas, Goethe ya había manifestado su temperamento olímpico: un carácter renancentista que le hacía curioso de los saberes, sin distinción. Escritor venerado, indagaba en las ciencias físicas, en la anatomía, en las artes plásticas. Galante y seductor, las mujeres de toda condición suspiraban por su compañía, en el salón y en el lecho. Conversaba con Madame Von Stein sobre poesía y filosofía, seducía a una actriz y se convertía en su amante y director en la escena. Pero tampoco carecía de aptitudes políticas, a pesar de sus orígenes burgueses, logró ascender hasta ser nombrado Consejero del duque de Weimar. Ejerciendo esas funciones organizaba celebraciones y fiestas haciendo gala de un carácter alegre y divertido.

Enemigo de la revolución, consideró una locura la alianza de su discípulo y protector, el duque de Weimar, pero acaba sometiéndose a la decisión de éste, aliado de Prusia, de ir a la guerra en defensa de Luis XIV. Cumple a la perfección con sus deberes militares y aún le queda tiempo para continuar con su labor de escritor e investigador. Confiado en su elocuencia e ingenio, se atreve también a disertar sobre temas bélicos. En una ocasión un joven oficial llamado Schmidt le interrumpió una conferencia sobre balística. Reconocía el placer de oír hablar a Goethe sobre poesía, artes y ciencias pero no pudo contener su disgusto al escucharle hablar de cosas de las que no entendía ni jota. Todos esperaban que el escritor, rojo como la grana, tuviera un estallido de cólera. Pero luego de un momento tuvo un estallido de risa, prometiendo no reincidir en el error, “acabáis de darme una dura lección”, dijo.

Goethe fue invitado al Congreso de Erfurt en el que se dieron cita el flamante conquistador y el zar de Rusia, por lo cual se consideraba decisivo para el destino de Europa. Napoleón admiraba a Goethe y Goethe a Napoleón. El instante en que estas dos grandes figuras del siglo se encontraron fue calificado por Valery de “instante supremo” en el que dialogan el imperio de la inteligencia en acción y la inteligencia libre.

Según el relato, se encontraba Napoleón, según su costumbre, almorzando mientras concedía audiencia. Cuando Goethe es anunciado en la sala, el emperador levanta la vista y le indica que se acerque. El poeta es observado atentamente, se detiene a una distancia prudente y se cuadra. Napoleón pasa revista y exclama: “Vous êtes un homme!”. Goethe se inclina. Luego le pregunta por su edad, el escritor responde “sesenta” , y el otro: “Pues estáis muy bien conservado”. Goethe se inclina nuevamente.

Luego le haría una crítica al Werther, diciéndole que “no se ajusta a la Naturaleza”. Su autor le da la razón y sonríe. “Delante de todo el mundo el gran conocedor de los hombres le ha concedido un diploma de hombría”, quizás sorprendido ¿“de encontrarle en postura marcial, buena salud y desparpajo?”.

La frase ha sido muy comentada y diversamente interpretada, por Emerson, Valery y otros, encontrando que revela el reconocimiento a la verdadera grandeza, la admirada simetría al avistar un igual, un hombre de acción. Pero, ¿no conlleva también una implícita connivencia con la superioridad de la supervivencia de la palabra sobre lo efímero de la gloria?
Así lo interpreta Cansinos Asséns en su biografía, destacando el abismo entre uno, que acabaría convirtiéndose en el enemigo de los hombres, y el otro, cuyo nombre sobrevive al paso de los siglos, por haber contribuido a conservar la vida.
Nos servimos de este episodio para replantear las preguntas iniciales: ¿de quién puede formularse actualmente semejante frase de reconocimiento? ¿quién se atrevería a hacerlo?.

Epílogo

Freud era devoto del saber de Goethe. En cuanto a Napoleón, dejará escrita una breve pero afilada nota en la que deja constancia de la marca del destino que significó haber nacido el segundo entre una multitud de hermanos: “centenares de miles de seres anónimos habrían de expiar el hecho de que el pequeño demonio respetara a su primer enemigo”. Freud vincula la elección de Josefina a la huella indeleble de los primeros objetos, el primogénito José, su madre y el padre muerto. Josefina no lo ama, lo maltrata y lo engaña. El le perdona todo pero cuando la repudia comienza el eclipse del emperador, “un castigo por su infidelidad”.

En la interpretación de Un recuerdo infantil de Goethe…, Freud extrae la consecuencia de que “cuando alguien ha sido el favorito indiscutible de su madre, conserva a través de toda la vida aquella seguridad conquistadora…”, al punto que Goethe, afirma Freud, hubiera podido encabezar su biografía así: “Toda mi fuerza tiene su raíz en mi relación con mi madre.”

Sin embargo, no parece suficiente haber tenido un lazo edípico muy fuerte con la madre para sustentar tal seguridad conquistadora sino haberlo resuelto correctamente, sin un saldo de pasiva inhibición. Al menos eso ilustra el caso de Goethe, para quien no fue menos importante, la manera en que dirimió su rivalidad con el padre y con sus hermanos y el modo singular en que llegó a asumir la castración en su relación con los hombres y con las mujeres.

Quizás en este punto y por razones analíticas, Freud coincidiría con la opinión de Napoleón.

Vilma Coccoz
Publicado en Too Much nº 4