La Gracia y el deseo del Otro
Por Antonio Di Ciaccia[1], publicada en “La Cause du Desir” n° 111
“La cuestión de la Gracia está patente desde que se trata del cristianismo. El interés que tenemos en el cristianismo a nivel de la teoría se mide precisamente por el papel dado a la Gracia. ¿Quién no ve que la Gracia posee la más estrecha relación con lo que, partiendo de funciones teóricas que no tienen ciertamente nada que ver con las efusiones del corazón, designo como el deseo del Otro?[2]”
Pequeño excurso
La Gracia, en griego charis, en latín gratia, designa en teología dos cosas: de una parte el don absolutamente gratuito y personal que Dios da al hombre y, por otra parte, el efecto mismo de este don recibido. Este don que parte de Dios excede a los dones naturales que son dados a todas las criaturas. Es un don que concierne únicamente a la salvación del ser humano, que lo recibe gratuitamente, sin tener por ello ningún derecho. Dios da al hombre por pura indulgencia y el que recibe este don encuentra la indulgencia cerca de Dios.
Aunque se pueda encontrar los índices de la Gracia en el Antiguo Testamento con los términos hem, hesed, berith, que ponen en valor las relaciones de la alianza entre Dios y el pueblo de Israel, es en el Nuevo Testamento donde se precisa este don de Dios, que es en el fondo el Cristo mismo y la redención que se desprende de él.
La Virgen María es el emblema mismo de un sujeto que recibe este don gratuitamente, y cuyo efecto es convertirse en la Théotokos, la madre de Dios. Lacan hace allí referencia de forma velada en este pasaje: “Hágase tu voluntad”[3]
San Pablo es el iniciador de la teología de la Gracia. San Agustín, en el siglo quinto, será el más consumado de los teóricos de los Padres de la Iglesia. Con la reforma, Lutero y Calvino ponen ésta en cuestión, y después del Concilio de Trento, la querella sobre la Gracia va a cobrar impulso y a proseguirse en el jansenismo hasta la Revolución francesa, incluso mas allá.
¿Cuáles son los términos de la cuestión en san Pablo?
Para San Pablo, la cuestión se establece en estos términos: porque todos, judíos y gentiles, han pecado, todos tienen necesidad de la redención de Cristo (Rom. 3: 23-25), que es una manifestación del amor de Dios (Rom. 5:8) y que es igualmente una Gracia. El pecado de uno solo, Adán, ha llevado la muerte para todos, San Pablo opone: “la Gracia de Dios es el don conferido por la Gracia de un solo hombre, Jesucristo” que se ha extendido a todos (Rom. 5:15)
San Pablo formula que la fe en Jesucristo basta y que los cristianos deben liberarse de la Ley -entendida como la Ley judía, con sus correlatos de los deberes de la Ley. En Antioquía, frente a San Pedro, San Pablo expone lo que llamamos su evangelio. Afirma que la Ley ha permitido el advenimiento de la fe en Jesús, y que desde entonces, “no hay más ni Judío, ni gentil, ni esclavo, ni libre, ni hombre, ni mujer; pues no sois todos nada más que uno en Jesucristo. (Gal. 3:28).
Lacan retoma en su Seminario sobre la Ética un pasaje de la Epístola a los Romanos (7:7) donde se substituye el término amarthia– que quiere decir pecado, pérdida, falta y que, en las Escrituras, significa también víctima expiatoria-, por falta, incluso también das Ding, la Cosa. Por esta sustitución, por esta Cosa-falta, Lacan hace emerger el deseo. “Tenemos que explorar lo que con el correr del tiempo el ser humano fue capaz de elaborar que transgrede esa Ley, la coloca en una relación con el deseo que franquea ese lazo de interdicción e introduce, por encima de la moral, una erótica”. Y Lacan añade: “hablando de erótica, debemos hablar de lo que se fomentó con el correr del tiempo, de las reglas del amor”.[4]
Conviene precisar, para Lacan, este término de Ley concierne a la Ley simbólica, la cual coincide con el Edipo, mientras que para san Pablo, se trata de la Ley judía que en virtud del Cristo, va a ser reemplazada por la fe, don de la Gracia divina.
¿Cuáles son los términos de la cuestión en san Agustín?
Llamado el “Doctor de la Gracia”, san Agustín es el Padre de la Iglesia que aborda de una forma sistemática la relación entre la Gracia de Dios y la libertad del hombre.
Tan solo, algunos años antes, un Padre griego de la Iglesia, san Juan Crisóstomo, ya había tratado esta cuestión en su comentario a la Epístola a los Romanos. Había puntuado este pasaje donde san Pablo marca que, en relación a Israel, Dios había escogido un resto-el Cristo- elegido por la Gracia y había señalado este pasaje de san Pablo: “Si esto es por la Gracia, por lo tanto no es por las obras; dicho de otra forma la Gracia ya no es Gracia” (Rom. 11: 6). A esto Crisóstomo comenta: ¿si es por la Gracia, porque todo el mundo no es salvado? La respuesta es que es debido a que no todo el mundo lo quiere: “Gratia enim, liceo gratia sit, volentes salvat, non nolentes [La Gracia, aunque sea la gracia, salva a aquellos que quieren ser salvados, y no a los que no lo quieren][5]”
San Agustín tiene expresiones parecidas: “Credere nom potest nisi volens” [Para creer, hay que quererlo][6]” Incluso: “Neque enim voluntatis arbitrium ideo tollitur, quia invatur; sed ideo invatur, quia nom tollitur [El libre arbitrio de la voluntad no se suprime porque está ayudado; pero está ayudado para que no sea suprimido][7]”. Incluso más: “Quis nom caséification niais Deus? Sed Deus te nolentem non castificat. Ergo quod adiungis voluntatem tuam Deo, castificas te ipsus. Castificas te, nom de te, sed de illo qui venit ut inhabitet te [¿Quien puede purificarte si no Dios? Pero Dios no te purifica si tú no lo quieres. Si tú añades tu voluntad a la de Dios, tú te purificas. Te purificas, pero no por causa tuya, sino a causa de lo que viene para vivir en ti][8]”.
En san Agustín son numerosos los pasajes concernientes a la relación entre la Gracia y la libertad del hombre. De hecho, la doctrina de san Agustín tiene dos puntos focales, como una elipse, Dios y el hombre. Ahora bien, en la relación entre la Gracia y la libertad del hombre, es preciso retener un tercer término: el mal.
Durante mucho tiempo san Agustín había sido un seguidor de Maní, el fundador del maniqueísmo, religión Persa que se había extendido desde Europa hasta China. Esta religión considera que la realidad está tomada de la lucha entre dos principios que se reparten de forma definida: el bien y el mal. Después de su conversión, san Agustín se opone al maniqueísmo. De esta forma, refuta el dualismo y afirma que el mal no es nada más que la ausencia del bien. Para Agustín, el mal no tiene esencia, es un defectus boni que proviene, o bien de una imperfección de los creadores, se trataría en tal caso de un mal físico, o bien del abuso de la libre voluntad, y se trata a partir de entonces de un mal moral. En esta perspectiva, el mal es, pero no existe. Sin embargo, se inscribe en el orden establecido por Dios, el cual “melius indicavit de malis bona facere quam mala nulla esse permittere [Dios ha juzgado que era mejor cambiar lo que está mal en bien en lugar de no permitir que haya mal][9]”.
Ya en el siglo II, Orígenes había definido el mal como ausencia, y Tertuliano había utilizado por primera vez la expresión liberum arbitrium. No obstante, en tiempos de san Agustín, la diatriba entre la Gracia divina y el libre arbitrio se complejizaron. Tras haber polemizado con el maniqueísmo, san Agustín va a polemizar con Pelagio. El Pelagismo considera que el hombre no tiene verdadera necesidad de la Gracia divina para tener la salvación: puede salvarse solo. San Agustín se opone a esta tesis afirmando que solo la Gracia permite al hombre una real palingenesia. Veremos que esta doctrina, con atenuaciones, va a volver siglos mas tarde, esto va a interesar a Lacan.
Consideremos otra cuestión que va a surgir de forma más apasionada: a causa del pecado original, los hombres se convierten en una masa, massa damnata, destinada a la perdición. Dios, que había previsto esto ab aeterno, habría podido abandonar a la humanidad a su destino. Solo que, ha querido liberar de esto a algunos y separarlos de la masa predestinada ad aeternam mortem. Es la cuestión de la predestinación que había ocupado a san Agustín en sus últimos años. Pero el misterio sigue siendo saber porque algunos son salvados y otros no, teniendo en cuenta que Dios no es injusto: iniquitas nom est apud Deum. En el fondo, aunque Dios sea misericordioso y opera por la Gracia, sus razones son sin embargo ocultas e impenetrables.
La doctrina va a oscilar mucho tiempo entre una lectura de la Gracia que existe para todos los hombres de buena voluntad y la Gracia que está reservada a unos pocos según las palabras del Evangelio: “Son muchos los llamados, pero pocos los elegidos” (Mt. 20:16)
Entonces, en el fundamento de las acciones del hombre, del lado De Dios, está la Gracia. En base de las acciones, del lado del hombre, hay el libre albedrío. En el fundamento del buen uso del libre albedrío, hay la predestinación, la cual está subordinada a la Gracia. Es por tanto la Gracia la que ayuda y empuja a la voluntad a querer conseguir el bien.
Pero la cuestión insiste: si Dios es Dios y si su saber sobre las decisiones del hombre es total, ¿cómo conciliar el saber de Dios con las libres decisiones del hombre?
La querella
Estas cuestiones serán retomadas en el curso de los siglos. De forma que la corriente teológica que se apoya preferentemente en Platón y san Agustín dará un lugar importante a un Dios del que la voluntad queda como un misterio y del que la intención queda forcluida para el hombre. Mientras que la corriente que se apoya preferentemente en Aristóteles y llega a su cenit con santo Tomás de Aquino, concederá el lugar mas grande a un Dios que es este intellectus y que opera de forma lógica, articulada a la razón que presidió la llegada de Cristo entre los hombres.
En el tiempo de la Reforma, Lutero pone en cuestión la posibilidad de que el hombre pueda tener los medios de asegurar su propia salvación: sola fide es el único medio de justificación. Al De libero arbitrio collatio de Erasmo de Rotterdam, Lutero va a responder con De servo arbitrio, al que Erasmo va a responder con Hyperaspistes.
En relación a Lutero, Calvino va más lejos: deja a la única voluntad de Dios la salvación, que es selectiva, predestinada sólo para algunos, y no hace entonces ninguna diferencia entre la voluntad de Dios y su presciencia, es decir que Dios, en tanto que tal, conoce el futuro. Esto tiene como consecuencia lógica que Dios quiere el mal.
La disputa no va a oponer solo a los protestantes y a los católicos. También en estos últimos la diatriba sobre la Gracia va a estallar tras el Concilio de Trento, aunque ella cambia de foco retomando, de hecho, la disputa pelagiana. Pero queda claro a partir de ahora que, para el acto del hombre, es decir para su salvación, la Gracia divina es indispensable. En el hombre, es necesario el concurso de la Gracia divina para poder hacer un acto justo, es por esta razón que se designa como la gratia actualis.
¿Cómo la obra del hombre libre y la de Dios se encadenan en una sinergia eficaz? Efectivamente, la causalidad del acto es del uno y del Otro. ¿Pero en qué medida? Para el jesuita Luis de Molina que se había esforzado en promover la gratia sufficiens dejando un gran margen a la libertad humana, la causa es parcialmente del uno y parcialmente del Otro. Esto, en contraste con santo Tomas según quien la causa es enteramente del uno y enteramente del Otro, pero a dos niveles diferentes. Por su parte, el tomista Domingo Bánez se esfuerza en hacer malabares entre gratia sufficiens y gratia efficax para permitir el paso de la voluntad humana de la potencia a un acto libre y determinado. La lucha entre dominicos y jesuitas fue áspera y se desbordó en los efectos, como lo llama Lacan “convulsionarios[10]”. Pero concluye, “el campo del que se trata es pese a todo pariente del que nos pertenece[11]”.
No es sin humor que Lacan recuerda que, estas disputas sobre la Gracia, la Iglesia, en particular el papa Pablo V, había tenido que intervenir para prohibir-prohibición que fue reiterada durante dos siglos-“toda articulación al respecto, a favor o en contra[12]”. Y, señala el Papa, que sobre todo se abstengan de injuriarse mutuamente: “Quin optat etiam, ut verbis asperioribus amaritiem animista significantibus invicem abstineant[13]”.
La apuesta de Pascal
La apuesta de Lacan es la carta que Lacan saca de su sombrero en el Seminario De un Otro al otro. “Tenemos pese a todo el derecho de intentar articular al respecto algo mas elevado. ¿Porque no hacerlo en el punto más libre, más lúdico, que es precisamente la apuesta de Pascal?[14]”.
El contexto es el de la oposición interna al catolicismo entre jesuitas y jansenitas. Cornelio Jansen, profesor en Lovaina y mas tarde obispo de Ypres, había abordado la cuestión de la Gracia divina y de la libertad humana con Agustinus, su obra principal aunque póstuma. Su retorno a san Agustín se acerca al calvinismo, como sus opositores, los molinistas, rozan el pelagismo. Pascal, en la Provinciales, entra en la contienda por el recurso a una sátira emocionante, para la defensa del gran Arnaud y de los jansenistas de Port-Royal des Champs contra los jesuitas.
Lacan se apoya en Pascal, pero no entra en la diatriba de las dos Gracias, gratia sufficiens y gratia efficax. Tomar posición sobre este asunto quiere decir dar consistencia al Dios que seria la causa de la grattia actualis, de donde procede el acto efectuado por el hombre libre. Esto habría implicado: o tomar partido por el probabilismo, es decir, el laxismo, a la manera jesuítica, o bien tomar partido por el rigor de los jansenitas. Lacan no quiere mostrar sus cartas-lo dice en el Seminario-porque, aunque haya tenido razones hacia unos y hacia los otros, en los dos casos, habría fracasado en la meta buscada.
Es por esta razón que Lacan no se apoya en el Pascal de la Provinciales, sino en el Pascal de la apuesta. A primera vista, el asunto parece extraño. La apuesta podía servir para convencer a los libertinos de apostar por la existencia de Dios. Pero, como Lacan señala, “La verdadera dicotomía no es entre Dios existe o no existe. Lo quiera o no Pascal, el problema se vuelve de una naturaleza completamente distinta a partir del momento en que afirmó que no sabemos, no si Dios existe, sino ni si Dios es ni lo que es[15].”
A lo largo de este Seminario, Lacan reitera en varias ocasiones afirmaciones parecidas. De hecho, “La apuesta contiene en su comienzo algo referido a este polo, lo real absoluto, tanto más cuanto que, al plantearse la cuestión del acto de la apuesta, se trata precisamente de ‘algo de lo que no podemos saber ni si es ni lo que es, como Pascal articula expresamente su definición. Se trata – traducido – de saber si el partenaire existe o no[16].”
Por cierto, el Nombre-del-Padre es evocado por Lacan, no para apoyar al Dios reducido al partenaire en el juego, sino que por el contrario, es para traducir el real absoluto, aunque velado bajo el enunciado “Cara o cruz […] lo que hoy llamamos cara o ceca[17]”.
He aquí los términos de la cuestión en Lacan: permuta este Dios de la tradición por tener qué hacer con “el Otro, articulado como el lugar de la palabra[18]”. De cierta forma, Dios está vaciado de su consistencia de Dios. Y para hacer esto, Lacan se sirve, paradójicamente del mismo Blaise Pascal.
Pero si Dios es un asunto de hecho, “es decir, un asunto de discurso, si se remiten a la definición que di del hecho diciéndoles que no hay hecho más que enunciado[19]”, es necesario decir que “en la apuesta de Pascal está verdaderamente en juego una cuestión completamente distinta, que ya les anuncié al final de mi discurso anterior ¿Yo existe, o Yo no existe?[20]” El desarrollo aclara mejor el asunto: “Sepan solamente que si, contrariamente a lo que se cree, la apuesta no recae sobre la promesa de una vida futura, sino sobre la existencia de Yo, algo puede deducirse más allá, siempre que se ponga en su lugar la función de la causa tal como se ubica a nivel del sujeto, a saber, el objeto a. No sería la primera vez que lo habría escrito así-l-a-causa[21]” Y prosigue: “La esencia de la apuesta consiste precisamente en reducir nuestra vida a esta cosa que podemos tener, así, en el hueco de una mano[22]” De esta forma lo que Lacan llama en este Seminario Yo, se va a transformar en el objeto a en tanto que encarnado en un sujeto. Se comprende entonces porqué Jacques-Alain Miller puede decir que el Yo utilizado por Lacan en este Seminario pueda transformarse mas tarde en parlêtre.
En esta apuesta, lo que es importante de señalar, es que jugamos lo que ya está perdido. Es por esto que J.-A. Miller nos dice que Pascal, en su apuesta, se esfuerza por estructurar un tipo de elección que encontramos en Lacan en el esquema de la alienación separación que comporta la “elección forzada[23]”.
De hecho, el esfuerzo de Lacan está centrado de nuevo sobre el goce para darle una función y conferirle una estructura lógica. Para esto, Pascal es preciado, pues muestra cómo, por el choque entre el goce y el significante, el resto de goce que es el objeto a, hace emerger esta nueva función que es el plus de goce.
Desear o querer
Señalemos un detalle que tiene todo su peso: “la Gracia posee la más estrecha relación con lo que […] designo como deseo del Otro[24]”, dice Lacan. Para el Dios de la Gracia, no puede tratarse de deseo, sino de querer. Eventualmente, el querer a la manera agustiniana o el querer regido por el intelecto a la manera tomista. Pero hablar de deseo quiere decir colocar una falta en su centro. El término latino desiderare quiere decir: “Rechazar la ausencia de alguien o de alguna cosa[25]”, lo que no se aplica a Dios. El deseo, en efecto, no tiene buena prensa en los teólogos, al menos hasta los tiempos de Lacan. Es suficiente con leer el Diccionario de Teología Católica: el deseo, en este contexto, no es “a considerarlo mas que desde un punto de vista de la moral, y especialmente en tanto que es pecado[26]”. El deseo es fundamentalmente un asunto humano sea en la versión espinozista en tanto que el deseo, incluso cupiditas[27], es la esencia del hombre, ya sea en la versión del Wunsch freudiano, que es inconsciente y por tanto unzerstörbar[28], indestructible.
¿Quiénes son los actores en juego?
En el escenario, en la relación entre la Gracia y el libre albedrío, hay dos actores: Dios y el hombre. Por tanto, a causa de la referencia al deseo hegeliano, los actores se convierten en el amo y el esclavo. J.-A. Miller nos ha enseñado que la cosa más importante en Lacan es de lo que no habla. Desde entonces, podemos hacer la apuesta de que los dos actores no son otros que el psicoanalizante y el psicoanalista, tomándolos en ese momento en el que uno pasa de una posición a la otra en lo que Lacan llama el acto psicoanalítico. Como Lacan lo señala en su informe del Seminario: “El acto psicoanalítico, ni visto ni conocido fuera de nosotros, es decir, nunca localizado, menos aún cuestionado, he aquí que lo suponemos desde el momento electivo en que el psicoanalizante pasa a psicoanalista.[29]” Pero, ¿por la gracia de quién o de qué? Según Lacan, “el acto (a secas) acontece por un decir, a partir del cual el sujeto cambia[30]”. Teniendo en cuenta que, en lo que está en juego en la relación del hombre con la palabra, hay algo que es el resorte: el objeto a.
La prueba de esta transformación y de la operación propia en el analista, Lacan la condensa en “Televisión” enunciando que el psicoanalista “descarida[31]”. A saber que si el analista, en la experiencia analítica es desecho, no es sin embargo el que hace la gracia (charis).
Traducción Estanislao Mena
Publicado con la amable autorización del autor
[1] Antonio Di Ciaccia es psicoanalista, miembro de la Scuola Lacaniana di Psicoanalisi y de la Ecole de la Cause freudienne
[2]. Lacan J., Le Séminaire, libro XVI, De un Otro al otro, texto establecido por J.-A Miller, París, Buenos Aires, 2008 p. 113
[3] Ibid
[4] Lacan J., El Seminario, libro VII, La Etica del Psicoanálisis, texto establecido por J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós 1973, p. 104
[5] Migne J.-P., Patrologiae series greca, Parisiis, 1857, t. 60, 579, 18, 5.
[6] Migne J.-P., Patrologiae serieslatina, Parisiis, 1844 t. 35, 1607, 26, 2.
[7] Ibid, t.33, 677,157,2,10.
[8] Ibid t.35, 2009, 4, 7.
[9] Ibid, t. 41, 11, 18; cf. también: t. 41, 11, 22; 12, 3; 22, 1, 2.
[10] Lacan J., Le Seminaire, libro XVI, De un Otro al otro, por. cit., p. 114
[11] Ibid.
[12] Ibid.
[13] Denzinger H. & Schönmetzer A., Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declaratonium, Romae, Herder 1965 art. 1997
[14] Lacan J., Le Seminaire, libro XVI, De un Otro al otro, op. cit., p.114
[15] Ibid. p. 108
[16] Ibid., p. 115
[17] bid.
[18] Ibid., p. 113
[19] Ibid., p.108
[20] Ibid.
[21] Ibid.
[22] Ibid.
[23] Miller J.-A., “Una lectura del Seminario De un Otro al otro” Freudiana nº 54 septiembre diciembre 2008, p. 9
[24] Lacan J., Le Seminaire, libro XVI, De un Otro al otro, por. cit., p. 113
[25] Cf. Bloch O,& von Warburg W. Dictionnaire étymologique de la langue française, Paris, PUF, 1932
[26] DTC, t IV A, col. 624, París, Librairie Letouzey et Ané, 1939.
[27] Cf. Spinoza B., L´Etica, Milano, Istituto editoriale italiano, 1914, p. 187.
[28] Freud S., Die Traumdeutung, Gesammelte Werke, t. II/III, Fünfte Auflage, Frankfurt am Main, Fischer, 1973, p. 626
[29] Lacan J., “El acto psicoanalítico”, Otros escritos, op, cit., p. 519
[30] Ibid.
[31] Lacan J., “Televisión”, Otros escritos, op, cit., p. 545.
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